Descripción
- Número de páginas: –
- Formato: 15 x 21 cm
10,00€
Los grandes cuentos no necesitan prólogo. El lector ha de entrar en sus moradas sin llamar, dejándose llevar por la fragancia del misterio, que ha de apuntarse en las primeras líneas, como ocurre en esta narración magistral de Nathaniel Hawthorne, de la que Octavio Paz hizo una versión teatral en 1957.
Nathaniel Hawthorne (1804-1864) está considerado un autor fundamental de los orígenes de la literatura norteamericana así como uno de los representantes más genuinos de su Romanticismo, presente hasta el límite de lo posible en La hija de Rappacini, ya que el amor, tal como lo postularon los románticos, tiende siempre al desenlace trágico por exceso de deseo de los amantes, un deseo que tarde o temprano choca contra la realidad, enemiga de toda ficción.
En La hija de Rappacini el amor y la muerte están fundidos y conforman una misma unidad hasta en el acto mismo de besar, y bien podemos decir que si alguna vez hubo un amor tóxico y una pasión venenosa desde su misma materia, esa pasión sólo pudo ser la que vinculó a la sublime y ponzoñosa Beatrice y a su adorador apasionado, el estudiante Giovanni.
Contarle al lector el argumento de La hija de Rappacini sería un sacrilegio, pero sí que podemos comentar algunos elementos de la narración para abrir el apetito, por si hiciese falta.
En La hija de Rappacini el lector va a encontrar un jardín cautivo y oculto en medio de la ciudad de Padua, evocador del paraíso terrenal pero mucho más húmedo, lúgubre y amurallado. Y por ese jardín deambula, flota, casi vuela una mujer de aspecto virginal y mirada de una trasparencia vertiginosa. También frecuenta el jardín el padre de la criatura, el esquinado y evasivo doctor Rappacini, verdadero propietario del vergel (y donde cultiva toda clase de plantas venenosas). De esa manera Beatrice tiende a parecer una flor más de cuentos crecen en el jardín del doctor, una flor que ha integrado en ella, en su carne y en su aliento, todo el veneno de las plantas que cuida y acaricia todas los días. Dicho de otra manera: Beatrice es la flor más hermosa, más fragante y más venenosa de cuantas ha podido concebir, con sus inventos y sus injertos, su diabólico padre.
A ese jardín llegan a menudo moscas, moscones, abejas y abejorros atraídos por la humedad y el perfume de las flores, pero en cuanto se acercan a Beatrice caen fulminados por las sustancias ponzoñosas de su mismo aliento. Y a ese jardín llega también el estudiante Giovanni, que vive en Padua tan perdido como en un sueño y que cree ver en Beatrice la encarnación de todos los dones de eros y todas las virtudes del silencio, de la soledad y hasta de la desolación. Pero el pobre Giovanni no sabe hasta qué punto Beatrice es venenosa. ¿Importa de verdad? Ah, qué delicia debe ser entregarse a una mujer tan absolutamente peligrosa y letal. Si es verdad que muchos venenos son simples narcóticos utilizados en la dosis adecuada, hacer el amor con Beatrice Rappacini debía de ser lo mismo que llegar a la más extrema narcosis del amor, a la más extrema emoción, creedlo. Y aquí reside precisamente la mayor virtud del cuento de Hawthorne: La hija de Rappacini es, además de una narración ejemplar en todo su planteamiento, una prodigiosa máquina de imaginar. Según vas entrando en la historia la imaginación se va despegando cada vez más, y llega un momento en el que ya no puedes evitar la tentación de imaginar lo que hubiese sido el coito húmedo y lunar en aquel jardín tan ponzoñoso entre Giovanni y Beatrice: ella pasándole en cada sollozo todos sus tóxicos y conduciéndolo a la más profunda ebriedad, y él sintiendo que cada beso y cada abrazo le acerca un poco más al punto final.
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